Genealogías de Fontanarejo

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Génesis y evolución del apellido en España

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Génesis y evolución del apellido en España
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Existe la creencia generalizada de que el sistema de apellidos que usamos actualmente en España siempre ha sido el mismo a lo largo de los siglos. Para aclarar un poco este tema os dejo aquí un extracto del discurso leido por Jaime de Salazar y Acha en la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía el 26 de mayo de 1991.


 

 

 Aunque hoy podamos estar acostumbrados, desde la promulgación de nuestra Ley del Registro Civil en 1870, al uso de los dos apellidos paterno y materno, y al carácter oficial de éstos, que sólo pueden ser modificados o unidos a otros en virtud de expedientes legales ante la autoridad competente, lo cierto es que no siempre ha sido así, y las presentes palabras tienen por objeto explicar cómo y cuándo se origina el apellido como nombre de familia, y cuáles han sido las pautas por las que se ha regido el uso del apellido en España a través de nuestra historia.


Pese a que aparentemente el tema no parece ofrecer dificultad, es extremadamente complicado y muchas de las razones de los cambios operados a través de los tiempos, escapan incluso a nuestro conocimiento.


La utilidad de este esfuerzo se pone de manifiesto cuando observamos cómo muchos de los que se acercan en los momentos presentes al estudio del pasado, desconocen el uso que de los apellidos hicieron nuestros mayores y gustan de apellidar a los personajes históricos siguiendo las normas de nuestra sociedad actual -creyendo algo así como que el apellido ha gozado siempre de la misma estabilidad y permanencia-, y sin darse cuenta de que muy distintas han sido las reglas y costumbres por las que se rigieron nuestros predecesores.


Creo, por tanto, que todos los que nos dedicamos de algún modo a la investigación histórica, debemos hacer un auténtico esfuerzo para llamar a cada personaje de la forma exacta en que se llamó; sin anacronismos; sin dar el don, que hoy no se niega a nadie, a personas que en otro tiempo nunca se hubieran atrevido a usurparlo; sin inventar apellidos más o menos sonoros a quienes no los tenían, o cambiándoselo según nuestras reglas cuando éstas eran desconocidas en el tiempo del así rebautizado. Y para esto no es necesario ningún estudio especial ni ninguna profunda investigación. Basta simplemente con llamar a cada personaje tal como está citado en los documentos de su tiempo, sin cambiar, añadir o suprimir nada.


El Diccionario de la Real Academia define el apellido, en la acepción que aquí estudiamos, como nombre de familia con que se distinguen las personas, y no puede ser más exacta su escueta definición.


En primer lugar, porque efectivamente se ha de tratar de un nombre de familia y no es por tanto apellido -al menos originariamente-, la palabra que acompaña al nombre de pila de un individuo -ya sea motivada por alguna característica física o moral, ya sea por un oficio, dignidad u origen geográfico-, mientras ésta no sea aplicable más que al propio individuo y no a su familia. Es decir, que el apellido si lo será, en cambio, cuando sirva para denominar a los miembros de una familia, posean o no tal característica física originaria, ejerzan o no el tal oficio o sean oriundos de tal o cual lugar que sirvió para bautizarlos.


En segundo lugar, porque además de consistir en un nombre de familia, es necesario que sea utilizado por los individuos para distinguirse, cosa en la que tenemos que hacer hincapié, porque es muy usual hoy en día el caer en el error de confundir el nombre del linaje y el apellido propiamente dicho.


Hablaré de ello con algo más de detenimiento.


El primero es el término que sirve para distinguir a unas familias de otras, mientras que el segundo -lo repito una vez más- sirve para diferenciar a los individuos por razón de su pertenencia a una familia. En nuestra sociedad de hoy tal vez no sea muy útil esta diferenciación, al menos en las ciudades, pues nombre de familia y apellido suelen ser los mismos; pero basta echar una mirada a nuestros pueblos para comprobar que son dos cosas bien distintas, y que muchas familias en el medio rural siguen siendo denominadas de forma casi oficial con nombres que nada tienen que ver con los apellidos que sus miembros utilizan. Pues bien, esto que hoy podemos encontrar en nuestra sociedad como excepción, era en los siglos pasados la regla general.


Pero, ¿cuál es el origen de este fenómeno? Pues que si bien el apellido es adoptado por la propia familia y es usado por ella, el nombre de linaje es impuesto por la sociedad sin la previa aquiescencia de los interesados, y sólo llegará a ser apellido en tanto en cuanto los propios afectados lo adopten como tal.


Voy a poner algún ejemplo histórico para intentar aclarar estas diferencias que pueden parecer confusas. Los historiadores modernos usamos el término Trastámara para designar a la casa real dimanada de Enrique el de las Mercedes, en razón a que este monarca era Conde de Trastámara antes de su advenimiento al trono; no obstante, ninguno de sus descendientes ni él mismo se apellidaron nunca así. Pues bien, aunque podamos utilizar la expresión los Trastamara para englobar a todos los miembros de esta dinastía, no podemos apellidar a ninguno individualmente como de Trastámara, porque resultaría un disparate histórico consistente en un flagrante anacronismo.


Muchas veces, no obstante, la invención del historiador ha tenido éxito y el término creado para designar a una familia ha terminado siendo el apellido de sus miembros. Un ejemplo claro de esto último lo podemos contemplar con los Habsburgo. Éste es el término que modernamente ha venido siendo utilizado para designar a la que siempre se llamó Casa de Austria. Ya en el siglo pasado empezó a ser usado como apellido por alguna rama morganática de esta familia imperial y hoy en día, por razones políticas, ha terminado siendo adoptado como apellido por casi todos los miembros de ella.


Pero, tenga o no éxito a la larga este tipo de denominaciones, lo que no es admisible es atribuirles vigencia con anterioridad, incluso, a su invención.


Llamar a nuestro Carlos V Carlos de Habsburgo y Trastámara, como he leído en alguna ocasión, no es simplemente inexacto, sino que constituye un auténtico disparate, y debo subrayar que nuestro Emperador, que nunca tuvo apellido alguno, aunque a veces fue llamado Carlos de Gante por su lugar de nacimiento, nunca se hubiera identificado con alguien de aquella forma apellidado, pues Habsburgo y Trastámara son términos que se han empezado a utilizar mucho después por los historiadores para denominar a las dinastías que el Emperador representaba, pero nunca apellidos en sentido estricto.


Voy seguidamente a pasar a analizar la génesis del apellido en España. No voy a hacer referencias arcaicas sobre su origen y me voy a limitar a su estudio desde los comienzos de la Reconquista, pues en aquellos tiempos están las raíces de nuestra sociedad.


De los primitivos tiempos de la Reconquista tenemos muy pocos datos en cuanto al tema que nos ocupa. La exigua documentación se limita a donaciones o confirmaciones de tierras y privilegios a iglesias y monasterios, en las que contemplamos, junto al Rey otorgante, listas más o menos numerosas de nombres escuetos que les acompañan como confirmantes y testigos.


No obstante, de su estudio podemos sacar dos importantes conclusiones: La primera es que en los orígenes del Reino asturiano no existía, o al menos no se pone en evidencia el que existiera, ningún tipo de apellido, es decir lo que he definido con anterioridad como nombre de familia destinado a distinguir a unas personas de otras.


La segunda conclusión que nos ofrecen los documentos es que existe una clara diferencia entre la onomástica de la masa popular y la de las clases elevadas. En efecto, los individuos del pueblo llano ostentan nombres genuinamente latinos, como Cayo, Mario, Antonino, Honorio, Juliano, en los varones, o Áurea, Marcela, Marina, Julia o Faustina entre las mujeres, y sin embargo la familia real y los magnates, utilizan nombres típicamente germánicos; así los varones se llaman Nuño, Gutierre, Rodrigo, Alfonso, Vermudo, Ramiro, Fruela, Gonzalo, Hermenegildo, etcétera; y las mujeres Gontrodo, Froiliuba, Hermesenda, Adosinda, Elvira, Muniadomna o Leodegundia.


Nombres estos últimos que, aunque nos cueste creerlo, eran utilizados por las más distinguidas damas de aquel tiempo.


No quiero con esto decir que la clase dirigente fuera étnicamente goda, pues sería entrar en una ya estéril polémica, pero si he de resaltar la evidencia de que al menos lo más usual, lo que hoy podríamos calificar de lo elegante de la época, era ostentar nombres de este origen.


En el área oriental, en la Marca Hispánica, sucede exactamente lo mismo, aunque con una mayor influencia ultra pirenaica, manifestada en la adopción de nombres francos, como Raimundo, Ponce, Arnaldo, Guillermo, Berenguer, desconocidos en el resto de la península. Lógicamente, por las variedades dialectales del romance, también los nombres adoptan formas distintas aún siendo los mismos. Así, si el Hermenegildo godo
pasó a ser Menendo en Galicia, en Cataluña tomará la forma de Armengol; los francos Raimundo, Guillermo, Arnaldo, Fulco o Gerardo, tomarán las formas de Ramón, Guillén, Arnau, Folch o Guerau. El pueblo llano, sin embargo, utilizaba de forma predominante los mismos nombres hispano-romanos del resto de la península.

Donde sí encontramos diferencias onomásticas es en lo que podríamos llamar el área vascona. Es decir en el primitivo Reino de Pamplona y en la zona aragonesa del Pirineo. La sociedad vasconavarra, mucho más de espaldas a influencias extrañas, permanece durante siglos cerrada a variaciones onomásticas. En su seno aparecen nombres peculiares, en ningún caso de origen germánico, cuya etimología no se ha estudiado bien, pero cuya raíz eusquérica o latina eusquerizada, queda fuera de toda duda. Así Sancho, Galindo, García, Iñigo, Fortún, Velasco, Lope, Aznar, Jimeno, Diego, usados por los varones, o Urraca, Oneca, Mencfa, Velasquita, Sancha, Jimena o Toda, por las hembras (1).


La Iglesia, al querer cristianizar estos nombres primitivos, les atribuyó posteriormente un origen judeo-cristiano que, según esta teoría, habría sido luego corrompido vasconizándolo. Conforme a ella Iñigo sería en su origen Ignacio; Jimeno, Simón; Diego, Santiago; pero mi opinión personal –salvo para el nombre de Lope, que es Lobo en latín, y traducción del vasco Ochoa-, es contraria a esta teoría, que surge muchos siglos después, y a la que no veo fundamento científico.


Todo este panorama onomástico, que al principio de la Reconquista aparece claramente diferenciado, se va mezclando en los siglos siguientes y termina por confundirse de tal modo que ya en la Baja Edad Media resulta inútil el análisis del nombre de un personaje para atribuirle un origen geográfico concreto.


Asimismo, si el uso de un nombre godo o latino nos servía en los albores de la Reconquista para determinar de forma aproximada la calidad social de un individuo, cuanto más vayamos avanzando en el tiempo irá sirviendo de menos.


Las clases populares irán adoptando poco a poco en los siglos posteriores nombres germánicos y vasco-navarros, abandonando por tanto los primitivos hispano-romanos; y en el siglo XIII nadie en la España cristiana ostentará ya los nombres primitivos de su población originaria. Nos basta para corroborarlo el comprobar que casi todos los patronímicos hoy existentes, que son el reflejo exacto de los nombres de pila utilizados en los siglos XIV y XV, están exclusivamente compuestos sobre los primitivos nombres godos o vascos, es decir: Fernández, Gutiérrez, Álvarez, Ramírez, González, Muñoz, Sánchez, López, García, Díaz, etcétera. Añadamos a ellos únicamente media docena de patronímicos derivados de santos de gran devoción medieval como Domingo, Pedro, Juan, Martín o Bernardo, y tendremos el elenco completo de los apellidos patronímicos existentes en los reinos occidentales, es decir, en Castilla, León, Galicia y
Portugal.



Tras esta digresión onomástica, volvamos otra vez a la génesis del apellido.


La documentación original conservada de los siglos VIII y IX nos pone en evidencia que los primitivos españoles no usaban más que su nombre de pila.


No se distinguían, por tanto, los nobles de los plebeyos o de los clérigos, salvo en que aquellos confirmaban los documentos del Rey, mientras estos últimos solo aparecían como simples testigos. Únicamente muy de vez en cuando aparece algún personaje, por lo demás exótico, que añade a su nombre de pila un ibn seguido de otro nombre de pila. Se trata de la expresión árabe hijo, usada también por los hebreos. No obstante, cuando aparece acompañando a nombres cristianos se suele explicar su utilización por atribuir a sus usuarios un origen mozárabe (2). Algunas veces también figuran junto al nombre de pila términos latinos como scriba, presbiter, notarius, maiordomus, etc, pero no se trata todavía de un apellido, sino de la manifestación explícita de alguna característica concreta de un individuo, en estos casos un oficio o dignidad no hereditarias.


Pero toda esta indeterminación comienza a transformarse radicalmente en el último tercio del siglo IX. En este tiempo empiezan ya los nobles a firmar con su nombre de pila, seguido del nombre de su padre en genitivo latino y de la palabra filius, pues no debe olvidarse que toda la documentación hasta el siglo XIII está escrita en latín. Así, comenzamos a leer en los pergaminos: Vermudus Ordonnii filius, Ranimirus Ferdinandi filius, etcétera (3). Pero esta fórmula que era, digamos, la oficial o la técnicamente impecable, de indudable influencia arábiga, comienza a simultanearse con la supresión en muchos casos de la palabra filius y con la terminación del nombre paterno en z, que será la prototípica del apellido patronímico español.


Algunos autores han atribuido a esta peculiar terminación del patronímico un origen eusquérico, y aunque esto no está demostrado y se mantiene como predominante la tesis de su origen latino, lo cierto es que sí podemos asegurar que su imposición en los documentos tuvo que estar motivada, fuera cual fuese su origen, por su total implantación en el lenguaje vulgar romance.


Subrayemos, sin embargo, que en un principio esta costumbre onomástica no es general, es decir que no es adoptada más que por los magnates y por los personajes pertenecientes a la Curia Regia. Los miembros del estado llano tardarán todavía un siglo en hacerlo. Es algo así como decir que en aquellos tiempos primitivos sólo los nobles era hijos de alguien, ¿tal vez antecedente de la futura denominación de hijodalgo?.


Durante el siguiente siglo X, esta costumbre patronímica que empieza por la alta nobleza, se va generalizando a todas las clases sociales. Cuando nos adentramos en el siglo XI todas las personas citadas en los documentos aparecen con su nombre seguido del patronímico; y debo subrayar aquí que el sentido de este último es, sin la más mínima excepción, el que su propio nombre indica, es decir, que al contrario de lo que ocurrirá más tarde, siempre el apellido patronímico, en estas épocas, corresponde al nombre del padre del así apellidado.


También conviene resaltar aquí que la formación del patronímico en este tiempo no tiene tampoco las excepciones que veremos en el futuro y cuyas razones desconocemos, es decir, por qué hubo nombres propios que no tomaron la forma normal del patronímico al adoptar su función, o dicho de otro modo con ejemplos, por qué los hijos de Alonso, Osorio, Aznar o García, por sólo citar los más importantes, no se llamaron Alónsez, Osórez, Aznárez y Garcíez, que es como se habían estado llamando hasta la fecha (4).


Esta implantación del patronímico es general en toda la península desde el Atlántico al Pirineo, es decir Portugal, Galicia, León, Castilla, Aragón, País Vasco y Navarra, inclusive en zonas del sur de Francia como el primitivo ducado de Gascuña. Esta terminación en z no tendrá, sin embargo, ninguna implantación en los primitivos condados catalanes, donde el patronímico se mantendrá en genitivo en los documentos latinos, y sin variar su forma con respecto al nombre de pila en el lenguaje romance: Arnau, Dalmau, Pons, Guillén, Berenguer, etcétera. No se trata por tanto de que en Cataluña no exista el patronímico, como gustan algunos opinar, sino que lo que no existe es el patronímico terminado en z común al resto de la península.


En el Reino de Valencia la variedad lingüística formará a su vez los patronímicos con su forma característica, Pérez será Peris; Sánchez, Sanchis, Fernández, Ferrandis, etcétera; e igualmente en Portugal adoptará las formas que hoy conocemos, Pires, Sanches, Soares, sin que por ello tanto en un caso como en el otro, dejen de tener el mismo sentido patronímico.


En resumen, ésta es la norma general que irá implantándose en toda la península y que continuará invariable hasta la primera mitad del siglo XIII, con la aparición de lo que podemos llamar ya el nombre de linaje.


Este tipo de apellido patronímico, que venimos tratando hasta aquí, por su propia sistemática cambiaba en cada generación y, en consecuencia, no servía para denominar familias sino únicamente individuos. Se hacía, por tanto, necesario crear un término para englobar a toda la familia y no solamente a una de sus generaciones.


Tenemos pocas menciones de linajes en la Alta Edad Media y, curiosamente, cuando surgen éstas en la documentación, aparecen bajo una forma árabe, como si en el mundo cristiano no existiera todavía este concepto de linaje.


Cierto es que a veces vemos la expresión latina casata de referida a un personaje concreto y para englobar a sus herederos, pero esta expresión abarca a los descendientes por línea masculina y femenina y no, por tanto, a los miembros de una estirpe como la entendemos en la actualidad.


Sin embargo, en las crónicas musulmanas sí aparecen nombres de linajes cristianos: Así, se llama a la dinastía de Pamplona los ibn Wanaqo, es decir, los hijos de Iñigo; a los Condes de Castilla los Ibn Fernand, en recuerdo del famoso Fernán González; y a los Condes de Carrión los Ibn Gómez. Lo más curioso es que esta forma árabe de denominar a las familias pasará muchas veces en su forma corrompida a los documentos cristianos. Es decir, que en documentos latinos se hablará de los Benigómez, por ejemplo, y no, en cambio, de los Gómez. El hecho de tener que usar los cristianos un término árabe para mencionar un linaje propio parece querer indicar, por tanto, que, en un principio, no existía tal concepto en el mundo cristiano peninsular y que fue incorporándose a él a ejemplo de los musulmanes.


Pero en la segunda mitad del siglo XII vemos ya claramente, sobre todo en las Crónicas, cómo se empiezan a utilizar términos para designar linajes concretos utilizando para ello su lugar de origen o de señorío. Subrayo una vez más que no se trata de un apellido, pues rara vez los miembros de cada linaje firman o se autodenominan con tal término distintivo. Se trata, como ya he indicado, de una clave utilizada por la sociedad, encabezada por el mismo Rey, para poder distinguir entre sí a los que ya actúan como linajes: Los de Lara, los de Castro, los de Guzmán, los de Traba, etcétera.


Todo esto nada tiene que ver, sin embargo -y conviene que lo resaltemos-, con la costumbre que empieza a aparecer en esta época de firmar los grandes señores en la documentación siguiendo a su nombre y patronímico el nombre del lugar cuyo gobierno ejercen. Esta fórmula suele utilizarse intercalando las más de las veces, entre el patronímico y el lugar de gobierno, la preposición en, es decir, Rodrigo Fernández en Astorga, Álvaro Rodríguez en Benavente, Pedro Rodríguez en Toro; pero a veces se suscita el problema cuando el escriba emplea, para significar lo mismo, la preposición de, y hay que saber diferenciar entonces lo que es el gobierno de un lugar, de un incipiente nombre de linaje. Debo subrayar también que muchos de estos gobiernos, llamados en esta época tenencias, al ser constantes en una familia pasarán a formar el futuro nombre de su linaje; pero esto no siempre es así y su aparición en los documentos ha dado pie muchas veces para que algunos genealogistas, antiguos y modernos, hayan utilizado estas coincidencias para inventar antepasados antiquísimos a familias mucho más modestas.


Este nombre de linaje que surge en estos tiempos, de fuera a dentro como he indicado, se va implantando en la alta sociedad medieval y podemos decir que está perfectamente establecido, con la aquiescencia de todos, en la segunda mitad del siglo XIII.


Pero nos conviene observar con detenimiento estos nombres de linaje, porque veremos que su adopción no responde siempre a las mismas causas. Así, si observamos las grandes familias de ricoshombres del Reino de Castilla en los siglos XIII y XIV podemos distinguir tres grupos:


El primero, que abarca a un total de dieciocho familias, sigue la fórmula más usual, que consiste en que los linajes adoptan como distintivo el nombre de su lugar de origen o de señorío. Así: Lara, Haro, Guzmán, Castro, Villamayor, Traba, Limia, Cameros, Villalobos, Aza, Manzanedo, Asturias, Castañeda, Sandoval, Guevara, Rojas, Mendoza y Marañón. Se usarán como apellido tras el patronímico correspondiente y la preposición de; ejemplos: Núñez de Lara, Rodríguez de Guzmán, Fernández de Castro, Álvarez de las Asturias, etc.


Vemos también un segundo grupo de cinco familias en que la fórmula usada para bautizar al linaje es completamente distinta, y consiste en que, cuando un nombre de pila, convertido en patronímico, es característico de una familia y poco común en el país, por ser de origen extranjero o ya arcaico, puede pasar de patronímico a ser nombre de linaje. Éste es el caso de los Manuel, los Osorio, los Ponce, los Froilaz o los Manrique. Notemos que todos ellos son antiguos nombres de pila transformados en patronímicos y que por su rareza en el país pasarán a denominar a los linajes que los produjeron.


Se utilizarán por supuesto con su correspondiente patronímico, pero sin la preposición de, al contrario que en el grupo anterior, es decir, Sánchez Manuel, Álvarez Osorio, Fernández Manrique, etcétera (5).


Y, por último, existe un pequeño grupo de dos, Girón y La Cerda que corresponde a los nombres de linaje basados en apodos o, como se decía entonces, en alcuñas.


El uso de un apodo es poco frecuente entre la alta nobleza de Castilla y León; recordemos tal vez en pleno siglo XIII al ricohombre leonés Rodrigo Fernández, llamado el feo de Vamuerna, que no debía de avergonzarse de esta peculiaridad puesto que en muchas ocasiones firma los documentos con dicho apelativo. Incluso un hijo suyo aparecerá más tarde como Ramiro Rodríguez Feo, aunque este apodo no
llegó a perpetuarse como apellido.


En Navarra y Aragón era, sin embargo, corrientísimo el uso de apodos entre los ricoshombres (6), de tal modo que muchas veces es casi imposible conocer su auténtico nombre. Apuntemos por ejemplo entre ellos a Buen Padre, Ladrón, Barbatuerta, Barbaza, Peregrín, Portolés, Tizón, Almoravit, Maza, etcétera; pero realmente fueron muy pocas las familias que tomaron su nombre de un apodo si exceptuamos a los últimos citados Almoravit y Maza, como nombres de linaje, y el de Ladrón como patronímico. Este tipo de apellido, basado en un apodo, es, por el contrario, frecuentísimo en Portugal; recordemos familias clásicas como Pacheco o Pimentel; e inexistente, en cambio, en Cataluña, donde por la vigencia plena del régimen feudal, las familias se apellidan, casi en exclusiva, por los nombres de sus feudos.


Dije ya que entre los ricoshombres castellanos que tomaron apellido de un apodo nos encontramos con Girón y la Cerda, y la notoriedad de este último, línea primogénita de la casa real de Castilla, nos permite estudiar –al contrario que con el anterior, cuyo origen, fuera de leyendas inventadas muy posteriormente (7), desconocemos-, cuál era el proceso de creación de un apodo y su posterior conversión en apellido.



Sabemos que el Rey Alfonso el Sabio tuvo de su matrimonio con Doña Violante de Aragón un hijo primogénito que se llamó Don Fernando, y sabemos que fue apodado el de la Cerda por haber nacido con una cerda o pelo grueso en mitad del pecho. Sin embargo, él no se llamó otra cosa que Don Fernando, Infante primer heredero o Don Fernando, hijo mayor del Rey. Muerto en vida de su padre dejó dos hijos que tuvieron que disputar el trono a su tío Don Sancho el Bravo; estos personajes se llamaron a su vez don Alfonso, hijo del Infante Don Fernando y don Fernando hijo del Infante Don Fernando; pero ya sus contemporáneos los llamaban los infantes de la Cerda, y tanta fuerza ten' esta denominación popular, que cincuenta años después de la muerte del Infante, su nieto don Luis, que durante su destierro en Francia se apellidaba de España, tomó al pasar a la península el apellido de la Cerda con el que era conocido aquí, adoptando como apellido lo que hasta entonces no haba sido sino una denominación extraña, y que a partir de entonces fue utilizado por sus descendientes los Duques de Medinaceli.


Todo lo que vengo diciendo para la alta nobleza se va haciendo extensivo poco después al pueblo llano; la razón evidente es el empobrecimiento onomástico que en su momento mencioné, es decir, que al abandonar el pueblo los primitivos nombres hispano-romanos y adoptar los más eufónicos, para la época, nombres de la nobleza, todo el mundo se llamaba más o menos igual.


Había que buscar otro sistema de diferenciación y éste se produce sobre todo a través de la alcuña, formada ésta en la gran mayoría de los casos por el oficio ejercido por el cabeza de familia, por alguna característica física descollante, o por el lugar de su residencia o de su origen familiar.


Pero esta adopción casi general de la alcuña o sobrenombre, ya sea consistente en un apodo o en un topónimo, va dando lugar durante la segunda mitad del siglo XIII y definitivamente en el siglo XIV a una auténtica revolución, que consistirá en la pérdida del sentido originario del patronímico.


He intentado buscar documentalmente cuál es la razón por la que se abandona el sentido filiatorio del patronímico y siempre he encontrado las mismas razones de abandono. El primer ejemplo lo tenemos en la dinastía castellana y parece ser que surge cuando un hijo tiene el mismo nombre de su padre. A los oídos de la época les resulta al parecer poco eufónico que alguien se llame Alfonso Alfonso o Rodrigo Rodríguez y comienzan a verse las excepciones. El sistema a adoptar en este caso será en principio el de que el hijo así llamado tome, no el patronímico que le corresponde, sino el de su padre. Alfonso el Sabio llamará a su hijo natural Alfonso con su patronímico propio, es decir Fernández, como hijo que él era de San Fernando.


La segunda razón de importancia para el cambio de patronímico tiene una motivación que podríamos definir como de pretensión dinástica. Analicemos para explicarlo el caso del ya mencionado don Fernando, hijo segundo del Infante Don Fernando el de la Cerda. Casó aquel don Fernando a principios del siglo XIV con doña Juana Núñez de Lara, heredera de esta gran casa castellana, y del matrimonio nació un hijo que heredó la casa de Lara. ¿Cómo se llamó este señor? No desde luego Fernández ni La Cerda, sino Juan Núñez, que era el nombre propio de los anteriores señores de Lara a quien éste caballero sucedía. Pero casó a su vez este don Juan Núñez con doña María Díaz de Haro, heredera del Señorío de Vizcaya, y su hijo mayor no se llamó a su vez Núñez sino Lope Díaz, que era el nombre tradicional de los señores vizcaínos. Vemos, pues, por tanto como también un cierto sentido de pretensión dinástica provocó la ruptura con
toda una tradición multisecular.


Pero éste, que venimos hasta aquí tratando, no es más que el primer paso y cuanto más se va generalizando la alcuña o nombre de linaje como apellido, más se va abandonando el uso del patronímico en su función primigenia, el cual quedará ya desgraciadamente sin sentido en el siglo XV. En gran parte de las familias hidalgas, por un cierto tradicionalismo onomástico, se mantendrá el patronímico, desprovisto ya de su primitiva función, unido al nombre del linaje. En las clases populares, sin embargo, se suprimirá en su mayor parte, manteniendo como apellido simplemente la alcuña, o dejando ya fijo el antiguo patronímico. Curiosamente, esta supresión es muy desigual en las distintas regiones y destaquemos, por ejemplo, que es excepción en algunos lugares de la Mancha, y especialmente en la provincia de Toledo, donde se mantienen numerosos apellidos compuestos. En el País Vasco, en cambio, excepción hecha de Álava, se suprimirá totalmente el patronímico en la primera mitad del siglo XVI, lo que hace hoy en día a algunos indocumentados tener por maketos los apellidos patronímicos.


Con todo, entramos en una nueva fase del patronímico que va a tomar especial importancia en las familias nobles. Esta nueva fase, entre los siglos XIV y XVI, consiste en utilizar el patronímico como una prolongación del nombre de pila, indiferentemente de cuál sea el nombre del padre, y se basa en imponer a cada niño al nacer, el patronímico de la persona en cuyo honor se le ha impuesto el nombre.


Vamos a detenernos, por tanto, en la descripción de este fenómeno que tendrá tanta importancia en la realidad española.


Podemos decir que cada familia disfruta de un cierto patrimonio onomástico, que consiste en el conjunto de los nombres que han utilizado sus padres, sus abuelos y sus tíos, tanto por línea paterna como materna. Cada uno de estos familiares ha usado en su tiempo un patronímico, de carácter todavía filiatorio o no. Pues bien, la familia utilizará para bautizar a los suyos, únicamente, salvo rarísimas excepciones, los nombres de este acervo onomástico familiar, imponiendo a sus hijos no solamente el nombre de sus antepasados sino también el patronímico que aquellos usaron.


Como ejemplo es paradigmático el caso del primer Marqués de Santillana, don Iñigo López de Mendoza, el famoso poeta, cuyo padre fue el Almirante don Diego Hurtado de Mendoza, hijo a su vez de don Pedro González de Mendoza, el héroe de Aljubarrota. Tengamos en cuenta, además, que el Marqués era hijo de doña Leonor de la Vega, hija de don Pedro Lasso de la Vega, y que se casó con una hija del Maestre de Santiago don Lorenzo Suárez de Figueroa. Pues bien, el Marqués puso a su primer hijo, que luego seria I Duque del Infantado, el nombre de Diego Hurtado; al segundo -que fue I Conde de Tendilla- Iñigo López; al tercero, - el futuro gran Cardenal Mendoza- Pedro González; al cuarto, -que fue el I Conde de Coruña- Lorenzo Suárez; y al quinto, el I Señor de Mondéjar-, Pedro Lasso. En resumen, que cinco hermanos, hijos del mismo padre, se apellidan respectivamente Hurtado, López, González, Suárez y Lasso. Observemos incluso que el Marqués no tuvo ningún escrúpulo en bautizar con el mismo nombre de pila a dos hijos, a los que sin embargo se impuso diferente patronímico. Pero lo que hay que resaltar aquí es que este aparente desorden onomástico tiene una total coherencia interna, pues todo patronímico es debido, como antes he explicado, a que es el correspondiente de la persona a quien se intenta honrar y cuya memoria se quiere perpetuar. Se trata, por tanto, de un auténtico culto a los antepasados a través de los usos onomásticos.


Esta peculiaridad del patronímico, que funciona plenamente en los siglos XIV a XVI, va poco a poco abandonándose y sólo perdurará en las grandes familias, ya muchas veces exclusivamente para cumplir las disposiciones de un mayorazgo. Fuera de estos casos, que luego volveré a tratar, el apellido en España va fijándose en la línea de varón y a principios del siglo XVII podemos decir ya que el apellido tiene más o menos la forma actual.


Algunas cosas sin embargo quiero resaltar del uso de los apellidos en la época que transcurre aproximadamente durante nuestro Siglo de Oro.


La primera es que las mujeres en España, salvo en Cataluña, han usado siempre su propio apellido y nunca el del marido. Estos apellidos, especialmente cuando tienen su origen en un apodo, se feminizan cuando los usan las mujeres. Ésta es una costumbre perfectamente lógica para las mentalidades de la época y así la hija de Juan Moreno se llamaba María Morena, o incluso muchas veces María la Morena. Esta práctica, que era típicamente popular, se refleja sobre todo en las inscripciones sacramentales del siglo XVI y se utilizaba preferentemente entre las clases populares, pero también muchas veces para las familias de la pequeña nobleza. Rara vez, sin embargo, llega en las inscripciones oficiales al siglo XVIII, pero ha pervivido, en cambio, en el lenguaje popular del medio rural.


La otra característica es que durante esta época, salvo las masas iletradas que dependían en cierta manera del nombre que les quisieran imponer los curas o los empadronadores en su caso, podían al contrario tomar el apellido con la más absoluta libertad, y quiero hacer aquí especial referencia a las dos razones principales por las que el apellido se solía sustituir.


En primer lugar he de citar a los conversos. Se oye decir muy a menudo que tal o cual apellido es de origen judío y esto es absolutamente incierto. Los judas en la Edad Media usaban sus nombres bíblicos seguidos de su patronímico, es decir el nombre de su padre precedido de la partícula ibn o ben que, como ya he dicho con anterioridad, quiere decir hijo en árabe. Al principio, entre los judíos convertidos hubo una cierta inclinación a tomar nombres de animales, como Conejo, Gavilán, Gato, Cabra, Capón, o de santos: Santa Marta, San Pedro, San Pablo, Santángel, etcétera. Pero esto sólo ocurrió en el primer momento y, al iniciarse las persecuciones de la Inquisición y tratar de pasar más desapercibidos, adoptaron lógicamente apellidos completamente. corrientes y de difícil identificación. Bastaba que un converso fuera castigado por el Santo Oficio por judaizar para que toda su parentela, inocente o no de aquel delito, cambiara inmediatamente su apellido. Por eso no podemos decir de tal o cual apellido que es judío, sino que en tal o cual época ha sido utilizado por una familia judía. Como el resto de los españoles, adoptaron los conversos como apellidos los nombres de sus oficios o de sus lugares de origen; y esto sí puede servir en algún caso para identificarlos, puesto que los judíos, como clase media ciudadana que eran, no desempeñaban las ocupaciones más modestas ni los trabajos del campo, sino que solían vivir en poblaciones de cierta entidad, y así se llamaban Pedro de Ávila, Juan de Guadalajara, Luis de Teruel, etcétera. Pero repito que, esto que puede ser un indicio, nunca puede ser utilizado como prueba positiva o negativa de su pertenencia al pueblo hebreo.


En segundo lugar, no podemos olvidar que uno de los móviles más corrientes que han movido al hombre a cambiar su apellido es el de la vanidad. Nuestros siglos XVI y XVII están repletos de personajes cuyos apellidos o más bien la razón de su uso, permanecen en el más absoluto misterio. Sirva como ejemplo de ello que no se ha conseguido saber todavía, con seguridad, la razón por la que nuestro Miguel de Cervantes usaba en segundo lugar el apellido Saavedra, porque éste no era desde luego el apellido de su madre, pero tampoco el de ninguno de sus antepasados conocidos.



El hombre del Siglo de Oro, y me refiero sobre todo al hidalgo con pretensiones, escoge a su gusto entre los apellidos de sus mayores, y no se plantea dudas al elegir el de una bisabuela si éste es más ilustre o sonoro que el de su padre. Ciertamente, ésta es una costumbre que se da mucho más en el sur que en el norte y sobre todo en Portugal, donde nadie se llama, incluso en las grandes familias, como según nuestro criterio se debería haber llamado. Es la época en que incluso las propias familias de la Grandeza transforman sus apellidos con razón o sin ella, y así vemos a un Duque del Infantado llamarse Díaz de Vivar, por haberse escrito que los Mendoza descendían del Cid; vemos asimismo a los Guzmanes añadir su adjetivo de el Bueno, a los Manriques añadir el de Lara, a los Vera el de Aragón, etcétera.


Como ejemplo de todo lo dicho, no me resisto a recitar aquí unos versos que don Pedro Calderón de la Barca nos dejó como critica de esta típica costumbre de su siglo, y que dicen así:

 

Si a un padre un hijo querido
a la guerra se le va,
para el camino le da
un Don y un buen apellido.
El que Ponce se ha llamado
se añade luego León,
el que Guevara, Ladrón
y Mendoza el que es Hurtado.
Yo conocí un tal por cual
que a cierto Conde servía
y Sotillo se decía;
creció un poco su caudal
salió de misero y roto,
hizo una ausencia de un mes,
conocile yo después
y ya se llamaba Soto.
Vino a fortuna mejor,
eran us nombres de gonces,
llegó a ser rico y entonces
se llamó Sotomayor.
 

A propósito de cambio de apellidos no quiero dejar de citar aquí el caso de las traducciones, aunque en España no han sido muy numerosas. Cuando un personaje pasaba de un reino a otro de los que componían la monarquía española solía traducir su apellido. No existe ninguna dificultad para comprender que los Centelles valencianos eran Centellas en Castilla, los Cervelló, Cervellón, los Alencastre portugueses, Lancáster y los Orsini romanos, Ursinos, porque en realidad casi no se trata más que de leves variaciones ortográficas. Pero probablemente casi nadie de los que me escuchan sabrá que los Falcó de Fernán Núñez y Montellano, eran en su origen vascongado, antes de pasar a Valencia, Belaochaga, pues ambas palabras quieren decir en sus idiomas respectivos lo mismo, es decir halcón. Hoy está de moda el caso del Schneider polaco, de origen alemán, que, instalado en Sevilla hace ya dos siglos, transformó su apellido, que en alemán quiere decir sastre, traduciéndolo al latín, es decir Sartorius.


Por último no podemos olvidar, dentro del empeño que supusieron en este siglo las cuestiones de linaje y apellido, la importancia que para ello tuvo la institución del mayorazgo.


La fundación de mayorazgo, verdadera fiebre del siglo, tenía por objeto el mantener unido un patrimonio que, en otras condiciones, a través de sucesivos repartos, habría condenado a la descendencia a un descenso en la categoría social. Para proteger esta perduración del linaje y para asegurar su lustre social, los testadores establecen todo tipo de cláusulas sucesorias, que coartarán la libertad de sus herederos. Así, no solamente se prohibía a los sucesores cualquier posible enajenación del patrimonio vinculado, sino que, además, se les imponía el uso de apellidos y armas y muchas veces, incluso, las personas con las que habrían de casar. Todo ello nos pone en evidencia la gran preocupación que aquellos hombres tenían por todo lo referente al linaje. Por ello, no es de extrañar que cualquier duda sobre la nobleza o limpieza de sangre de una familia, produjera rencillas enormes que muchas veces acababan en sangre.


Ésta era por tanto una forma de perpetuar la vida de las personas a través de sus nombres, lo cual fue cada vez tomando más forma como condición indispensable de heredar los mayorazgos. Ya no se trataba sólo por tanto de la costumbre de bautizar con un nombre determinado al hijo, sino que pasaba a ser una obligación.


En Castilla son frecuentes los mayorazgos que imponen uso de apellido y armas, entre ellos casi todas las casas de la Grandeza, y todavía está fresca la memoria de personajes que han conocido nuestros abuelos y cuyos apellidos se debían a imposición de mayorazgos. La Emperatriz Eugenia, por ejemplo, se apellidaba Guzmán, su hermana mayor la Condesa de Montijo –luego Duquesa de Alba-, Portocarrero, y el abuelo paterno de ambas Palafox, aunque Rebolledo de origen. La razones de estos cambios eran que en la casa de Ariza había que llamarse Palafox, en la de Montijo, Portocarrero, y en la de Teba, que tocó a la Emperatriz Eugenia por incompatibilidad de su mayorazgo con los demás de su hermana mayor, el poseedor
estaba obligado a llamarse Guzmán. Pero por no saber esto, es difícil encontrar un biógrafo de la Emperatriz que no corrija rápidamente los apellidos de ésta cuando se entera de que sus padres se llamaban Portocarrero y Kirkpatrick, que es como, sin embargo, no se llamó nunca la última Emperatriz de los Franceses.


Curiosamente, a veces se producían lo que podríamos denominar como conflictos entre mayorazgos, para lo que previamente se arbitraban soluciones salomónicas. Como ejemplo histórico puede valer el siguiente, aunque podríamos citar infinidad de ellos: En 1665 se celebra el matrimonio de don Manuel Ponce de León, VI Duque de Arcos, con doña María Guadalupe de Lancáster, entonces presunta sucesora de su hermano el
Duque de Aveyro. En sus capitulaciones matrimoniales se prevé que si los dichos señores llegaren a heredar estas casas, dejando dos hijos, se hayan de dividir entre ellos en esta forma: Si el hijo mayor eligiere vivir en Portugal, ha de intitularse Duque de Aveiro, usar de su apellido y armas, quedando los demás estados de Castilla, y sus títulos y apellido y armas para el hijo segundo, con calidad de que se dividan perpetuamente y ser incompatibles los de Castilla con los de Portugal, a elección del mayor, pero si no quedase del matrimonio mas que un hijo, suceda éste en todas las casas, con la condición de que cuando residiere en Portugal, tome en primer lugar el apellido Lancaster y se titule Duque de Aveyro, y cuando resida en los Reynos de Castilla se llame y apellide Ponce de León y se titule Duque de Arcos. Vemos pues que, en este campo, nada se dejaba a la espontaneidad ni a la simple voluntad de los protagonistas.


En el área de la Corona de Aragón esta obligación era más radical y muchas veces llevaba implícita la utilización incluso de un determinado nombre de pila, y cuando el presunto heredero moría en la juventud, su hermano menor tomaba su nombre. Nos encontramos, por tanto, con casos de cambio de nombre que no tienen más motivo que razones patrimoniales; y no se crea que esto sólo se daba en las grandes familias,
pues incluso en otras más modestas el disfrute de un obra pía o de una pequeña vinculación llevaba emparejado en numerosas ocasiones el uso del nombre de su fundador.


En estos casos, y con objeto de ser identificado por su nuevo nombre, el personaje utilizaba tras él el antiguo, intercalando entre ellos la palabra latina olim, que quiere decir antes, costumbre que por ser desconocida por muchos de los que sobre ellos han escrito, ha llevado en infinidad de casos a considerar tal adverbio como un apellido más. Así, por citar sólo algún caso concreto, los Marqueses de Velamazán tenían
obligación de llamarse Martín González de Castejón; los Condes de Fuentes, Juan Fernández de Heredia y se valían del subterfugio de usar este nombre, seguido por el que se les había impuesto en el bautismo, es decir, Juan Luis, Juan Cristóbal, Juan Antonio, etcétera. El Marquesado de Nules imponía la obligación de llamarse Gilaberto Carroz de Centelles, e incluso cuando recaía en hembra, lo que ocurrió más de una vez, su poseedora debía tomar este nombre de doña Gilaberta tan poco atractivo para nuestros oídos, aunque nos imaginamos que en la intimidad seguiría respondiendo al de toda la vida.


Esta costumbre de obligar al heredero del mayorazgo a usar el apellido del fundador se hace casi general durante el siglo XVI, y esa es la razón por la que en los siglos posteriores, hasta la supresión en el siglo XIX de los antiguos mayorazgos, los grandes personajes usen multitud de apellidos. No se trata como algunos escriben de pura vanidad genealógica, ni de los apellidos de los abuelos del personaje puestos en desorden; se trata de una obligación legal impuesta al caballero si quiere disfrutar de las rentas del mayorazgo.


Pero en la mentalidad de la época, quiero resaltarlo aquí, apellido ya era igual a nombre de linaje, y el patronímico no era ya más que una mera prolongación del nombre de pila. Por eso, cuando un personaje usa varios apellidos sólo figura entre ellos un patronímico, que es el que ocupa el lugar inmediatamente detrás del nombre de pila.


Veamos un ejemplo. Si el Duque de Alba del siglo XVII utiliza varios apellidos correspondientes a los mayorazgos que posee, es decir, Toledo, por la casa de Alba, Beaumont por la de Lerin, Manrique por Osorno, Haro por Carpio, Guzmán por Olivares y Ulloa por Monterrey, solo utilizará el patronímico correspondiente al linaje principal y no los correspondientes a los restantes. O sea, que se llamará don Fernando Álvarez de Toledo Beaumont, Guzmán, Manrique, Ulloa y Haro; y no don Fernando Álvarez de Toledo Pérez de Guzmán, Méndez de Haro, Sánchez de Ulloa y Fernández Manrique, que es como le habríamos llamado desde nuestra perspectiva actual.


Por el mismo motivo, es absolutamente inapropiada esa costumbre actual de hablar de los Téllez Girón, los Hurtado de Mendoza, los Álvarez de Toledo o los Fernández de Córdoba, para aquellos tiempos, y no de los Girones, los Mendozas, los Toledos, y los Córdobas, que es como entonces se decía, pues -repito una vez más- el patronímico, en este tipo de apellidos, sólo se utilizaba cuando iba inmediatamente después de un nombre de pila (8).



Por último, para cerrar el capítulo de lo correspondiente a esta época, quiero poner como ejemplo un caso concreto de hasta qué grado los personajes de los siglos XVII y XVIII solían complicar el uso de sus apellidos, y algunas veces se queda uno perplejo de cuáles pueden ser sus razones. En el siglo XVIII encuentro en Extremadura a un personaje que se llama así: Francisco Ramírez Ayllón Orellana López Moreno Izquierdo Velasco Fuentes Navarrete Garrido Serrano Lozano Romero Reales González García Díez Hernández y Sánchez. Las razones de esta enumeración, que las habría, se nos escapan totalmente, puesto que si el móvil hubiera sido la vanidad es lógico pensar que habría elegido unos apellidos más ilustres.


Y nos encontramos ya con el siglo XIX, referencia próxima de nuestro actual régimen legal de apellidos. El sistema constitucional dio al traste con la Monarquía absoluta, con la diferenciación de estados y con muchas cosas más volviendo el país del revés. Una de sus innovaciones fue la supresión de los mayorazgos, con lo cual todas las obligaciones de las que he hablado desaparecieron. Ciertamente que hubo más o menos resistencias pues las nuevas costumbres onomásticas no vinieron de la noche a la mañana; pero en menos de cincuenta años nos encontramos con una panorámica completamente distinta en cuanto al sistema de apellidarse de los españoles, que aunque algunos lo llamen tradicional no goza casi de un siglo de
existencia.


Efectivamente, la Ley de Registro Civil de 17 de junio 1870 establecía (articulo 48) que todos los españoles seríamos inscritos con nuestro nombre y los apellidos de los padres y de los abuelos paternos y maternos (9). La inclusión en el nuevo Código Penal de dicho año del delito de uso de nombre supuesto vino a consagrar como únicos apellidos utilizables los inscritos en el Registro Civil. Esta fórmula se consagró jurídicamente con la nueva redacción de la Ley de Registro Civil de 8 de junio de 1957, que dio carta de naturaleza a esta costumbre únicamente española, pues ni siquiera en Hispanoamérica rige, de utilizar los dos apellidos, paterno y materno, que según la propia normativa deben ir separados por la conjunción copulativa y, lo cual nunca se ha aplicado con rigor.


Es también a partir de esta fecha cuando todo cambio o unión de apellidos se deberá llevar a cabo mediante expediente instruido de forma reglamentaria ante el Ministerio de Justicia (10).


Con estas medidas se echaba abajo una tradición multisecular de libertad individual en la adopción de apellido y se obligaba a los españoles del momento a tener que optar por un apellido que seria a partir de entonces el de sus descendientes para siempre.


Es el momento de muchos abandonos de patronímicos, en un caso; de alcuñas, en otro; y curiosamente de la supresión en la mayoría de los casos, por razones de simplificación, de las preposiciones de que tradicionalmente antecedían a los toponímicos. Algunos quieren ver en esta supresión un afán democratizador, pero nada más ajeno a la realidad, pues en España, al contrario que en Francia o Alemania, la partícula de, no indica nobleza, sino procedencia y es por tanto una mera cuestión de sintaxis.


Curiosamente, también la ley autorizaba, contra nuestra costumbre tradicional, la inclusión de la partícula de cuando el apellido era un nombre de pila, para evitar confusiones. Así, por tanto, nuestro famoso escritor don Juan Manuel o nuestro ilustre marino Jorge Juan se hubieran podido llamar de haber vivido en esta época, Juan de Manuel o Jorge de Juan.


El abandono por entonces de este uso de la preposición de fue sucedido por la adopción también en este tiempo de la costumbre, no legal sino meramente social, de utilizar la mujer el apellido de su marido tras el suyo, con la misma preposición. Alguien ha escrito que ésta es una costumbre antigua catalana, pero no es exactamente así, porque lo que encontramos en los documentos catalanes de los siglos XVII y XVIII es la utilización por la mujer del apellido del marido en primer lugar y tras él el suyo propio. Por poner un ejemplo de hoy, no Marta Ferrusola de Pujol, como es el uso actual, sino Marta Pujol y Ferrusola, que sí era la costumbre catalana tradicional.


Como rápido colofón a todo lo dicho sobre la época actual, en la que no quiero insistir, pues es del conocimiento de todos, sí quiero referirme a la última reforma del Código Civil (11) que permite a cualquier ciudadano optar, al alcanzar su mayoría de edad, por el apellido paterno o materno. Ciertamente viene esta reforma a flexibilizar la rigidez impuesta en los últimos cien años, y, aunque haya escandalizado a muchos alguno de los casos más recientes, creo que no deja de ser una cierta vuelta a la tradición española, y me parece bien que se permita esta elección, especialmente cuando se trata de apellidos históricos que se encuentran en trance de extinción. Lo que ocurre es que no siempre los motivos son éstos, sino que puede tratarse de una mera cuestión de vanidad, y tal vez se debería haber arbitrado por parte de la Administración algún sistema, como ocurre en Francia, para que las personas que poseen un apellido puedan oponerse a su adopción por cualquier otra persona. Si no, podemos encontrarnos en un futuro no muy lejano, conque todas las encargadas de las relaciones públicas de boutiques, discotecas o casas de alta costura, puedan ostentar con pleno derecho el mismo apellido que nuestra Familia Real.


Y hablando de este último tema no quiero finalizar sin dedicar una breves palabras a los apellidos en la Casa Real.


Observamos en el momento presente como en los medios de comunicación existe una costumbre -a mi modo de ver excesiva- en citar con el apellido Borbón a los miembros de la Real Familia. Creo que este apellido, que aunque por motivos absurdos que sería muy prolijo relatar aquí, ostenta efectivamente nuestra dinastía desde el siglo pasado (12), debería quedar circunscrito en el uso vulgar a las personas que, aunque miembros de la estirpe, no formaran parte del núcleo oficial de la Casa Real. Razones hay muchas: La primera es que si el apellido tiene como base el distinguir unas personas de otras, esta razón hace superfluo su uso para la familia real. Basta decir el Rey, la Reina, el Príncipe, o la infanta doña tal o doña cual, para que todo el mundo sepa de quien se está tratando. La segunda es que su uso nos obliga a hablar de forma inexacta, pues cuando se oye decir a todas horas, el Príncipe don Felipe de Borbón, parece quererse decir que don Felipe ostenta un inexistente principado de Borbón y no el tradicional asturiano. La tercera es porque el uso en España de las palabras Borbones, borbónico, borbonear, etcétera, ha nacido con un ánimo desmitificador y republicanizante. El mismo que se emplea hoy entre los sectores autodenominados progresistas para secularizar al Sumo Pontífice llamándole Wojtila. La cuarta porque el uso de apellido por la Familia Real va contra la tradición no solo europea, sino incluso de la propia España. En Europa los miembros de las familias reinantes no tienen apellido, pese a que muchas veces se confunde el nombre usado para denominar a la dinastía, que a veces sirve también para apellidar a sus miembros que pierden sus derechos dinásticos, con el apellido de sus reyes o príncipes, que no existe.


Estas razones han provocado una lucha constante, afortunadamente perdida, para buscar a nuestra Reina un apellido. Porque los que así malgastan el tiempo, se niegan a aceptar que la Reina se apellida Grecia desde su nacimiento. Curioso es el razonamiento de un autor de nuestros días que por negarse a dar a la Reina el nombre de un estado como Grecia -y son sus palabras-, gusta denominar a Su Majestad con el de Schleswig Holstein, sin darse cuenta de que éste es igualmente un estado, aunque un poco más pequeño y dentro de la actual Alemania. Recordemos, para terminar, la indignación de la Reina Doña Cristina cuando se enteró de que su hijo Don Alfonso XIII había sido inscrito con el segundo apellido de Habsburgo Lorena. Invito a los curiosos a leer el documentado trabajo de Fernández de Béthencourt, en el que defendía el tradicional Austria como autentico apellido del Rey.


Yo, sin embargo, voy más allá, y creo que todas estas polémicas son inútiles, porque ¿realmente necesitaba Alfonso XIII tener un segundo apellido? O, en el momento presente, ¿añade algo a la identificación del Príncipe de Asturias el uso de apellidos?

 

NOTAS:


1.- Entre las mujeres observamos en estos tiempos dos costumbres curiosas cuya razón ignoramos, pero que la documentación conservada nos obliga a constatar. La primera es el uso de dos nombres por muchos de los personajes femeninos de la época, pero no como nombre compuesto, sino como apodo o cognomen. Así se expresa explícitamente en muchas ocasiones: domna Gontrodo cog nominara domna Urraca o Muniadomna cognomento domna Mayor. La segunda costumbre que observamos a veces es unir el tratamiento al nombre como sufijo, así: Muniadomna, Totadomna, etc.
2.- Algunos ejemplos: Didacus iBen Froila, Adaulfus iben David, Recemirus Ibn
December, Rapinatus Ibn Conantii, etc.
3.- Otras veces se usaba para indicar lo mismo la palabra prolis, es decir, Vermudus
prolis regís, o sea Vermudo hijo del Rey.
4.- Existen excepciones, por supuesto, pues no otra cosa son los apellidos Ozores, Aznares y Garcés, menos usados, no obstante, que los nombres de los que se derivan.
5.- Distinto es el caso de otros nombres que, pese a tener este mismo sentido ya arcaico en la España del siglo XIV, no pasaron sin embargo a cumplir esta función sino acompañando al auténtico nombre del linaje, así: Jordán de Urríes, Hurtado de Mendoza, Ladrón de Guevara, etc.
6.- La razón es evidente si observamos que en el mundo vasconavarro la variedad onomástica era mucho menor y que había que distinguir de alguna manera a los personajes.
7.- Debemos desautorizar, una vez más, el legendario origen con que se explica el nombre de los Girones y que se atribuyó a que su más remoto antepasado ofreció su caballo al Rey castellano en el momento de su huida del campo de batalla tras el desastre de Sagrajas. Dicho caballero habría cortado un jirón de la vestidura real para poder luego reclamar la recompensa por tan importante favor. Pero el primer Girón
aparece, llamándose así, cien años después de este episodio pretendidamente histórico, que no se remonta en su invención más allá del siglo XVI.
8.- Esto, sin embargo, fue variando con el tiempo y en el siglo XVIII empezamos ya a ver excepciones a lo que en su origen era norma absoluta.
9.- He de hacer la observación de que este uso de los apellidos paterno y materno no nació de la nada. Efectivamente ya era costumbre desde el siglo anterior el que los personajes utilizaran como sistema para distinguirse de sus homónimos el apellido materno en segundo lugar. Así. por poner un ejemplo, si en el siglo XVI se distinguía a dos personajes llamados Juan de Ulloa como el viejo y el mozo, o el de la plaza y el del castillo, en el siglo XVIII se empieza a utilizar para diferenciarlos su apellido materno, pero también con sus condiciones. Así, por ejemplo, no he encontrado en ningún caso la repetición del mismo apellido, aunque fuese el que correspondiera por ambos lados, paterno y materno; ni en el mismo sentido la utilización de dos patronímicos. Es decir, no conozco personajes de esta época llamados Ulloa y Ulloa, o García y López, por poner ejemplos.
10.- Ley de Registro Civil, artículo 64.
11.- Artículo 109: El hijo al alcanzar la mayor edad podrá solicitar que se altere el orden
de sus apellidos.
12.- En la casa real francesa se apellidaban de Francia los hijos del Rey y los del Delfín. Todos estos príncipes recibían desde su nacimiento un título que, a partir de entonces, servía para apellidar a sus descendientes por línea de varón. No es otro, por tanto, el origen de los apellidos Valois, Angulema, Borbón, Orleans, etc, ramas todas de la misma familia. Los hijos de Felipe V, que se apellidaba Francia como hijo del Delfín, se habrían apellidado, de haber permanecido franceses, Anjou, que era el nombre del Ducado que le había sido otorgado a su padre desde su nacimiento. No obstante, al ser Infantes de España, no usaron apéllido alguno. Cuando Felipe V subió al trono de España hubo que inventar un nombre para la nueva casa reinante, con el fin de distinguirla de la Casa de Austria, que había reinado anteriormente. Era lógico que en
España se huyera de toda denominación que implicara la mención del país vecino como Casa de Francia. Por ello y por razones meramente eruditas, se eligió la denominación de Casa de Borbón, motivada por haber pertenecido Enrique IV, primer Rey de esta línea, a la rama de los Capetos que usó este apellido hasta su ascensión al trono. Pero nadie crea por ello que éste era el apellido de Luis XIV, que no usaba ninguno, ni el de sus hijos legítimos que se apellidaban Francia, ni el de sus sobrinos cuyo apellido fue Orleans, como hijos de este Duque, pues solamente los bastardos reales se apellidaron de Bourbon. Tanto era esto así que cuando la Revolución Francesa destronó a Luis XVI y pasó éste a ser un simple ciudadano, hubo que buscarle un apellido, y al no poderle llamar Francia, por razones obvias, se le llamó Luis Capeto por el sobrenombre del fundador de la dinastía en el siglo IX, el Rey Hugo. Cuando surgen los vientos revolucionarios antimonárquicos, tanto en España como en Italia, se ponen de moda las denominaciones de Borbón, Borbones, borbónico, como forma de desmitificar y desacralizar a la familia real. Este término tiene tanto éxito en el lenguaje común del mundo político y diplomático que las mismas familias reales española e italianas toman el apellido Borbón, como si éste hubiera sido siempre el suyo propio. Podemos decir, por tanto, que este apellido de nuestra real familia es adoptado en el siglo XIX, pues antes sus miembros no usaron ninguno.

 
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