Genealogías de Fontanarejo

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Génesis y evolución del apellido en España - página 4

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Génesis y evolución del apellido en España
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El hombre del Siglo de Oro, y me refiero sobre todo al hidalgo con pretensiones, escoge a su gusto entre los apellidos de sus mayores, y no se plantea dudas al elegir el de una bisabuela si éste es más ilustre o sonoro que el de su padre. Ciertamente, ésta es una costumbre que se da mucho más en el sur que en el norte y sobre todo en Portugal, donde nadie se llama, incluso en las grandes familias, como según nuestro criterio se debería haber llamado. Es la época en que incluso las propias familias de la Grandeza transforman sus apellidos con razón o sin ella, y así vemos a un Duque del Infantado llamarse Díaz de Vivar, por haberse escrito que los Mendoza descendían del Cid; vemos asimismo a los Guzmanes añadir su adjetivo de el Bueno, a los Manriques añadir el de Lara, a los Vera el de Aragón, etcétera.


Como ejemplo de todo lo dicho, no me resisto a recitar aquí unos versos que don Pedro Calderón de la Barca nos dejó como critica de esta típica costumbre de su siglo, y que dicen así:

 

Si a un padre un hijo querido
a la guerra se le va,
para el camino le da
un Don y un buen apellido.
El que Ponce se ha llamado
se añade luego León,
el que Guevara, Ladrón
y Mendoza el que es Hurtado.
Yo conocí un tal por cual
que a cierto Conde servía
y Sotillo se decía;
creció un poco su caudal
salió de misero y roto,
hizo una ausencia de un mes,
conocile yo después
y ya se llamaba Soto.
Vino a fortuna mejor,
eran us nombres de gonces,
llegó a ser rico y entonces
se llamó Sotomayor.
 

A propósito de cambio de apellidos no quiero dejar de citar aquí el caso de las traducciones, aunque en España no han sido muy numerosas. Cuando un personaje pasaba de un reino a otro de los que componían la monarquía española solía traducir su apellido. No existe ninguna dificultad para comprender que los Centelles valencianos eran Centellas en Castilla, los Cervelló, Cervellón, los Alencastre portugueses, Lancáster y los Orsini romanos, Ursinos, porque en realidad casi no se trata más que de leves variaciones ortográficas. Pero probablemente casi nadie de los que me escuchan sabrá que los Falcó de Fernán Núñez y Montellano, eran en su origen vascongado, antes de pasar a Valencia, Belaochaga, pues ambas palabras quieren decir en sus idiomas respectivos lo mismo, es decir halcón. Hoy está de moda el caso del Schneider polaco, de origen alemán, que, instalado en Sevilla hace ya dos siglos, transformó su apellido, que en alemán quiere decir sastre, traduciéndolo al latín, es decir Sartorius.


Por último no podemos olvidar, dentro del empeño que supusieron en este siglo las cuestiones de linaje y apellido, la importancia que para ello tuvo la institución del mayorazgo.


La fundación de mayorazgo, verdadera fiebre del siglo, tenía por objeto el mantener unido un patrimonio que, en otras condiciones, a través de sucesivos repartos, habría condenado a la descendencia a un descenso en la categoría social. Para proteger esta perduración del linaje y para asegurar su lustre social, los testadores establecen todo tipo de cláusulas sucesorias, que coartarán la libertad de sus herederos. Así, no solamente se prohibía a los sucesores cualquier posible enajenación del patrimonio vinculado, sino que, además, se les imponía el uso de apellidos y armas y muchas veces, incluso, las personas con las que habrían de casar. Todo ello nos pone en evidencia la gran preocupación que aquellos hombres tenían por todo lo referente al linaje. Por ello, no es de extrañar que cualquier duda sobre la nobleza o limpieza de sangre de una familia, produjera rencillas enormes que muchas veces acababan en sangre.


Ésta era por tanto una forma de perpetuar la vida de las personas a través de sus nombres, lo cual fue cada vez tomando más forma como condición indispensable de heredar los mayorazgos. Ya no se trataba sólo por tanto de la costumbre de bautizar con un nombre determinado al hijo, sino que pasaba a ser una obligación.


En Castilla son frecuentes los mayorazgos que imponen uso de apellido y armas, entre ellos casi todas las casas de la Grandeza, y todavía está fresca la memoria de personajes que han conocido nuestros abuelos y cuyos apellidos se debían a imposición de mayorazgos. La Emperatriz Eugenia, por ejemplo, se apellidaba Guzmán, su hermana mayor la Condesa de Montijo –luego Duquesa de Alba-, Portocarrero, y el abuelo paterno de ambas Palafox, aunque Rebolledo de origen. La razones de estos cambios eran que en la casa de Ariza había que llamarse Palafox, en la de Montijo, Portocarrero, y en la de Teba, que tocó a la Emperatriz Eugenia por incompatibilidad de su mayorazgo con los demás de su hermana mayor, el poseedor
estaba obligado a llamarse Guzmán. Pero por no saber esto, es difícil encontrar un biógrafo de la Emperatriz que no corrija rápidamente los apellidos de ésta cuando se entera de que sus padres se llamaban Portocarrero y Kirkpatrick, que es como, sin embargo, no se llamó nunca la última Emperatriz de los Franceses.


Curiosamente, a veces se producían lo que podríamos denominar como conflictos entre mayorazgos, para lo que previamente se arbitraban soluciones salomónicas. Como ejemplo histórico puede valer el siguiente, aunque podríamos citar infinidad de ellos: En 1665 se celebra el matrimonio de don Manuel Ponce de León, VI Duque de Arcos, con doña María Guadalupe de Lancáster, entonces presunta sucesora de su hermano el
Duque de Aveyro. En sus capitulaciones matrimoniales se prevé que si los dichos señores llegaren a heredar estas casas, dejando dos hijos, se hayan de dividir entre ellos en esta forma: Si el hijo mayor eligiere vivir en Portugal, ha de intitularse Duque de Aveiro, usar de su apellido y armas, quedando los demás estados de Castilla, y sus títulos y apellido y armas para el hijo segundo, con calidad de que se dividan perpetuamente y ser incompatibles los de Castilla con los de Portugal, a elección del mayor, pero si no quedase del matrimonio mas que un hijo, suceda éste en todas las casas, con la condición de que cuando residiere en Portugal, tome en primer lugar el apellido Lancaster y se titule Duque de Aveyro, y cuando resida en los Reynos de Castilla se llame y apellide Ponce de León y se titule Duque de Arcos. Vemos pues que, en este campo, nada se dejaba a la espontaneidad ni a la simple voluntad de los protagonistas.


En el área de la Corona de Aragón esta obligación era más radical y muchas veces llevaba implícita la utilización incluso de un determinado nombre de pila, y cuando el presunto heredero moría en la juventud, su hermano menor tomaba su nombre. Nos encontramos, por tanto, con casos de cambio de nombre que no tienen más motivo que razones patrimoniales; y no se crea que esto sólo se daba en las grandes familias,
pues incluso en otras más modestas el disfrute de un obra pía o de una pequeña vinculación llevaba emparejado en numerosas ocasiones el uso del nombre de su fundador.


En estos casos, y con objeto de ser identificado por su nuevo nombre, el personaje utilizaba tras él el antiguo, intercalando entre ellos la palabra latina olim, que quiere decir antes, costumbre que por ser desconocida por muchos de los que sobre ellos han escrito, ha llevado en infinidad de casos a considerar tal adverbio como un apellido más. Así, por citar sólo algún caso concreto, los Marqueses de Velamazán tenían
obligación de llamarse Martín González de Castejón; los Condes de Fuentes, Juan Fernández de Heredia y se valían del subterfugio de usar este nombre, seguido por el que se les había impuesto en el bautismo, es decir, Juan Luis, Juan Cristóbal, Juan Antonio, etcétera. El Marquesado de Nules imponía la obligación de llamarse Gilaberto Carroz de Centelles, e incluso cuando recaía en hembra, lo que ocurrió más de una vez, su poseedora debía tomar este nombre de doña Gilaberta tan poco atractivo para nuestros oídos, aunque nos imaginamos que en la intimidad seguiría respondiendo al de toda la vida.


Esta costumbre de obligar al heredero del mayorazgo a usar el apellido del fundador se hace casi general durante el siglo XVI, y esa es la razón por la que en los siglos posteriores, hasta la supresión en el siglo XIX de los antiguos mayorazgos, los grandes personajes usen multitud de apellidos. No se trata como algunos escriben de pura vanidad genealógica, ni de los apellidos de los abuelos del personaje puestos en desorden; se trata de una obligación legal impuesta al caballero si quiere disfrutar de las rentas del mayorazgo.


Pero en la mentalidad de la época, quiero resaltarlo aquí, apellido ya era igual a nombre de linaje, y el patronímico no era ya más que una mera prolongación del nombre de pila. Por eso, cuando un personaje usa varios apellidos sólo figura entre ellos un patronímico, que es el que ocupa el lugar inmediatamente detrás del nombre de pila.


Veamos un ejemplo. Si el Duque de Alba del siglo XVII utiliza varios apellidos correspondientes a los mayorazgos que posee, es decir, Toledo, por la casa de Alba, Beaumont por la de Lerin, Manrique por Osorno, Haro por Carpio, Guzmán por Olivares y Ulloa por Monterrey, solo utilizará el patronímico correspondiente al linaje principal y no los correspondientes a los restantes. O sea, que se llamará don Fernando Álvarez de Toledo Beaumont, Guzmán, Manrique, Ulloa y Haro; y no don Fernando Álvarez de Toledo Pérez de Guzmán, Méndez de Haro, Sánchez de Ulloa y Fernández Manrique, que es como le habríamos llamado desde nuestra perspectiva actual.


Por el mismo motivo, es absolutamente inapropiada esa costumbre actual de hablar de los Téllez Girón, los Hurtado de Mendoza, los Álvarez de Toledo o los Fernández de Córdoba, para aquellos tiempos, y no de los Girones, los Mendozas, los Toledos, y los Córdobas, que es como entonces se decía, pues -repito una vez más- el patronímico, en este tipo de apellidos, sólo se utilizaba cuando iba inmediatamente después de un nombre de pila (8).



 
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